*ENSAYOS

La tecnología informática y virtual

*La tecnología informática y virtual que hoy me permite escribir directamente en esta pantalla y publicar para siempre en una red mundial  para que quienes lo deseen lean lo que he escrito y lo compartan, comenten, almacenen o eliminen, me crea un apasionado entusiasmo que cada día busca por donde sacarle mayor provecho a esto que conocemos como internet. Es más, mis horas de uso de mi viejo y virulento computador cada día aumentan en la misma proporción en que de manera acelerada descubro este o aquel detalle que me resulta de alguna utilidad o, por lo menos, de repentino deslumbramiento.

*Esta mañana les dije a mis estudiantes con una sinceridad que haría colapsar a cualquier detector de mentiras: “quisiera volver a mi época de estudiante y poder contar con una escuela con computadores como éstos para desquitarme de tantas clases que no pude entender en el aula tradicional”. Bueno, también les dije que no era que denigrara de esa educación recibida pues de ella me había nutrido y por uno de esos maestros que tuve –Luis Páez Barraza- me volví, lo creo así, profesor de una asignatura que empecé a dominar desde mucho antes que ningún maestro me enseñara. Hablo de lenguaje. Acá en Colombia, en una ley constitucional que rige la educación –Ley 115 de 1994-,  tenemos esta asignatura que hace parte del área de humanidades junto con otra que es idioma extranjero. Pero lo mío realmente es la literatura y por ello me inscribí en la única universidad pública de mi ciudad pero apenas inició el semestre supe que de literatura era nada lo que vería en los primeros semestres pues la carrera era para formar docentes (licenciados) y las primeras asignaturas eran más bien idiomas (latín, alemán, francés…y el poco español que veía estaba a cargo de un profesor descomplicado que llegaba con olor a un par de cervezas), y otras de orden didáctico (metodología de la enseñanza, didáctica…) y algunas otras como de relleno… Y tuve que decirles así a mis estudiantes de quinto pues el nivel de atención es pobre y el aprecio por los recursos de nuestra escuela no es el mejor… ¡Es que cuando tenemos los útiles no los valoramos y utilizamos para sacarle verdadero provecho educativo!

*Llegando al final de estos tres puntos me apresuro a releer lo escrito y pensar en una adecuada conclusión, coherente con la idea central no obstante la intencionada limitación de que pueda considerarse como texto organizado, útil y original dentro de este mar de información que actualmente abruma el internet. Hay que pensar que con solo digitar una palabra en fracciones de segundo tenemos disponible muchas páginas relacionadas con lo que buscamos y a veces terminamos siguiendo una línea de información que no era la de nuestro interés. Y es que esto del internet tiene su lado bueno y también el malo. Leo una noticia en la edición digital de un periódico local (http://lalibertad.com.co/dia/2010ago13/ju7.html ) que un tipo de nombre Justin Xavier Rincones Parrao lograba brindarle confianza a las jovencitas por internet haciéndose pasar por policía y utilizando un perfil falso para finalmente intentar extorsionar a la joven contactada y obligarla a tener relaciones sexuales con él. Afortunadamente una joven de 16 años, a quien había quitado el celular  y condicionaba su entrega a la propuesta indecente se atrevió a denunciarlo y Xavier Kemmerer Pertuz –su verdadera identidad- fue capturado por las autoridades. El tipo resultó ser un vendedor ambulante y como ya lo adelanté la información que había suministrado en internet nada tenía que ver con su vida real. De todas maneras, pienso en todos los usos pedagógicos y formativos que podemos darle al internet para que nuestros estudiantes aprendan mejor y en las tantas posibilidades que este recurso de información y comunicación nos permite. El internet ya hace parte de nuestra vida cotidiana, así como la tv, la radio o el periódico, medios masivos de información y comunicación que también han acudido al internet pues quien hoy no lo hace está aislado de un mundo cada día más enredado por el uso de la tecnología virtual -¿qué tan virtual es?- que en segundos hace posible que en nuestra pantalla logremos acceder a determinada información, textual, gráfica o de cualquier índole y formato. Y como lo mío es escribir ahí les “cuelgo” este espontaneo trío de párrafos con el cual inauguro mi inicio en este nuevo blog con url www.deulofeutprado.wordpress.com y que comparto complacido en otro sitio web ( www.pepecomenta.com ) al cual me ha invitado nuestro afamado amigo Pepe Sánchez.

Las lecturas...

El libro que leo es el libro que me golpea. No soy muy sistemático en mis lecturas, eso no está bien. Se dice que hay que leer bastante. Creo que uno debe leer lo que necesita y, sobre todo, lo que merece leer. Confieso mi debilidad por las obras breves, aquellas en las cuales la vitalidad, con todas complejidades, emerge por encima del mero artificio literario (aunque válido a la manera de Borges). Acaso sea por aquello de que el escritor se la pasa escribiendo toda la vida el mismo libro y, quizás, en la menos extensa de sus obras derroche y a la vez condense (sin proponérselo) los elementos espirituales y estilísticos de sus otras producciones...

¿Cómo no sobrecogerse, llorar o padecer de locura ante textos tan estremecedores como El túnel, Edipo rey, El Coronel no tiene quien le escriba, El extranjero, El viejo y el mar, El pozo, Pedro Páramo, La casa grande, , La metamorfosis...? ¿Acaso no hay en ellos una exquísita sazón que no logramos degustar en otras obras de los mismos autores? Descreo de los autores que gastan sus vidas publicando libros insulsos; simpatizo con aquellos que escriben lo que tenían que escribir y después, sin mayores alardes, se suicidan o se mueren y punto.

No digo que las obras extensas sean malas, no creo eso. Es cuestión de capricho. Mis verdaderas lecturas han sido orientadas por ese instinto masoquista de recibir los mejores golpes. ¿Cómo puedo olvidar la bofetada inicial de Kafka y Camus; o los golpes  suaves de Chejov, Hemingway, Sábato, Onetti, Cepeda Samudio; o el golpe de gracia de Cortázar...?     

Interrogante válido de un buen escritor

¿Cuál es nuestra América?, se pregunta nuestro escritor caribe Joaquín Mattos Omar en artículo publicado en la edición digital de El Heraldo de Barranquilla del 10 de julio/10, a propósito de la participación latinoamericana, sudamericana o iberoamericana en el Mundial de fútbol de Sudáfrica. Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay y España lograron pasar a la ronda de cuartos de final en donde cada una de estas selecciones cumplió su propio destino, conociendo a estas alturas que sólo España superó a sus rivales y enfrenta a Holanda en la gran final del mundial africano, en donde ha habido más robos que goles. ¡Y digo robos no sólo en las calles y hoteles, sino dentro de los mismos estadios, a la vista de millones de fanáticos que hoy podrían atestiguar en contra de los árbitros que pitaron los partidos en los que eliminaron a Inglaterra y México! Bueno, pero este es otro tema por desarrollar, sigamos con nuestra idea central en torno a la reflexión que nos despierta el interrogante de nuestro buen escritor.

Creo que a través de estas selecciones sudamericanas y la ibérica hemos podido constatar que nuestra identidad cultural americana va más allá de los límites geográficos de cada uno de nuestros países y a la hora en que no tenemos una representación propia -en el caso del fútbol- trasladamos nuestro sentimiento patrio hacia otro referente que de igual manera pueda llenar de triunfo deportivo nuestro corazón. Así le apostamos nuestro sentimiento a la selección de Honduras para que su técnico -colombiano- lograra lo más que pudiera y sentirnos felices de ello; así quisimos que México no quedara por fuera; así quisimos que Brasil jugara bonito y llegara a la final; así nos olvidamos de la poca humildad de Maradona y le brindamos nuestro apoyo a los argentinos; así a los paraguayos; así a los uruguayos que vendieron cara su derrota... ¡Cómo se movieron nuestros sentimientos de americanos en la medida en que cada una de estas selecciones nos iba dando el sabor del triunfo y también el de la derrota! ¿Acaso, entonces, no fuimos hondureños, mejicanos, brasileños, argentinos, paraguayos y uruguayos en la medida en que íbamos avanzando en este mundial de miedo a los árbitros? Creo que si los gobernantes, como Uribe, Chávez y cualquier otro nos desunen con sus rabietas personales y nos plantean la posibilidad de guerras hermanas, el idioma y nuestra capacidad de querernos nos unen a la hora de hacerle frente a otras culturas en contextos tan universales como lo es en la actualidad el fútbol. ¿Qué latinoamericano le negará su deseo de triunfo a la selección de España frente a los holandeses? ¿O nos vengaremos de los españoles por su conquista a sangre y fuego de nuestro territorio sudamericano y de la cual hoy somos frutos y somos lo que somos en lengua, cultura, religión, fechorías...?

Si el fútbol nos une en un solo sentimiento latinoamericano no dejemos que la política de nuestros gobernantes nos disuelvan nuestra condición de hermanos de un territorio geográfico que tendrá sus variantes culturales e idiomáticas pero que ha padecido un destino común: desigualdad social a pesar de sus múltiples riquezas. Quizás el pulpo Paúl haya adivinado con el tentáculo equivocado y España sea derrotada por Holanda en la gran final del mundial y vuelvan nuestros sentimientos a nuestras preocupaciones locales. Ya veremos qué pasa con Maradona en Argentina, en Brasil con su selección que desde ya Lula predice ganará el mundial que organizará en el 2014, con la selección colombiana que no se le ve porvenir... Ojalá más que renuncias o destituciones de técnicos hubiera renuncias y destituciones de dirigentes pues son ellos los verdaderos pulpos del poder y quienes son más responsables del destino de los procesos deportivos de un país. Pero quién renuncia en estos tiempos de "aquí estoy y aquí me quedo".

Latinoamericanos, sudamericanos, iberoamericanos... tenemos nuestras patrias chicas pero también nuestra patria grande: América, territorio de todo y de nada.

Es lo que me nació escribir en esta madrugada en que me topé con el interrogante válido de nuestro buen escritor en un periódico digital y cuyo artículo completo les presento a continuación.


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¿Cuál es nuestra América?

Por Joaquín Mattos Omar (jmattosomar@hotmail.com)

Al fin me encuentro / con mi destino sudamericano”, dice Borges en su magnifico ‘Poema conjetural’. Años después, en ‘La alondra y los alacranes’, el poeta colombiano Giovanni Quessep modula de un modo apenas distinto la misma expresión: “ Cumple tu historia suramericana…”. Y, en días pasados, cuando se definieron las ocho selecciones nacionales que conformaron la ronda de los cuartos de final del Mundial de fútbol, algunos periodistas de nuestro país destacaron, para indicar la representatividad que teníamos allí los colombianos, que cuatro de ellas (Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay) eran suramericanas; otros, en cambio, para aumentar esa representatividad, añadieron al criterio geográfico el lingüístico, y así resaltaron con orgullo la presencia de un quinto equipo “nuestro” en esa clasificación: España.

Lo anterior pone de manifiesto una vez más el carácter móvil, plegable y desplegable, de nuestra identidad cultural y de las fronteras territoriales de la misma. Fíjense: hay quienes, como Héctor Rojas Herazo, dicen no pertenecer a un pueblo sino a un patio (al patio de su casa de Tolú). A partir de ahí, otros, ampliando gradualmente los límites de su pertenencia a un lugar, proclaman ser de una ciudad (“yo no soy de por aquí, / yo soy muy barranquillero”); o de un departamento (“ay, sí, sí, yo no soy de por aquí, / ay, sí, sí, yo vengo del Casanare”); o de una región (“Caribe soy”); o del país entero (¡de la patria que adoraba en su “silencio mudo” Miguel Antonio Caro!); o, por fin, de una patria mayor representada en alguna comunidad transnacional que tenga como base a América.

Pero es en este punto donde surge el problema: ¿De cuál de ellas? ¿De la Sudamérica a la que se afilia Borges? ¿De la Hispanoamérica antes denominada América Española y a la que cantó el gran Rubén Darío, llamándola “la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”? ¿De la América Latina que García Márquez, en su discurso de recepción del Premio Nobel, definió como “esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas”? ¿De la Iberoamérica que acaba de reunirse y festejar sus músicas en un magno congreso cultural en Medellín? ¿Cuál de todas éstas es “nuestra América”, para emplear la fórmula de José Martí?

Imposible resolverlo de un plumazo. Porque justamente la existencia de todas estas categorías territoriales o unidades sociogeográficas da cuenta de las arduas incertidumbres y dificultades que, desde la independencia del régimen colonial hasta el sol de hoy, hemos tenido por estos pagos para definir nuestra identidad cultural.

El Heraldo, Barranquilla, Sábado, 10 jul 2010 1:44:17 AM

Por lo inútil e imprudente, un simiestro comentario

Conociendo las virtudes literarias del autor de este "relato, lo imagino, insomne y febril, dándole desarrollo al tema, tecla tras tecla, entre enters, retrocesos de correcciones y el inolvidable control g, deslumbrado, Joaquín Mattos Omar, como el minero que acaba de descubrir que ante sus ojos asoma la veta preciosa de toda su vida. Ello, la capacidad de un autor como Joaco para explotar un tema, más la complicidad “simiestra” que ofrece la tecnología del procesador de textos, logran que los lectores nos deleitemos con escritos como el que nos ocupa y que resultan motivo para una tertulia virtual pues de las físicas hace ratos nos retiramos. Metalenguaje, ficción y tecnología se combinan por obra y gracia de un estupendo autor.

Ocupémonos un poco también de la antigua y menospreciada máquina de escribir manual, que, ciertamente, no incidía en lo absoluto en la creación del autor, más bien la limitaba pues se cuidaba uno de no equivocarse a sabiendas de que ello implicaba volver a empezar con una nueva hoja en blanco; hecho que no ocurre con el computador y me atrevo a sostener que las invariables opciones que ofrece el procesador de texto motivan, de alguna manera, que la creación del autor tenga más posibilidades de tomar por caminos distintos a los que inicialmente tenía en mente, pues ahora el equivocarse, borrar, corregir, mover de aquí allá, es magia comparado con lo que ya sabemos pasaba con la máquina manual. (Ya lo decía en otra ocasión: de haber escrito Gabriel García Márquez Cien años de Soledad en un procesador de textos seguro que le hubiesen resultado como quinientos años al máxime autor de las letras colombianas).

Finalmente me pregunto, y era en principio el interés de mi escrito (a eso me refiero cuando afirmo que el computador incide en la creación pues las ideas se le atraviesan a uno, como pidiendo vía… Pero que quede claro que esas ideas nacen de uno, no del computador que solo las facilita). Y esto es lo que me pregunto: ¿Es lo mismo cuento que relato?

"...(tal como ha sucedido ahora, justo antes de ponerme a escribir este relato)". Joaquín Mattos, en Word Fiction.

En sentido estricto y en la forma en que se nos propone el texto de Joaquín Mattos Omar afirmaría que no. Sabemos que el autor no es el personaje, aunque el uso de la primera persona le otorga al texto un carácter autobiográfico e íntimo que difícilmente podemos desprender de quien físicamente conocemos y sabemos que es escritor y le pueden ocurrir a diario este tipo de cosas mientras digita en su computador. Bueno, es asunto de críticos explicarnos estas técnicas y entender estos engranajes que en nada le interesan al autor en el momento de la creación de esos mundos ficticios que inventa y que aun siendo propios en realidad nada puede demostrársele sobre su responsabilidad, ni para bien ni para mal.

Pero cuento es cuento y su esencia es de extremo rigor. Más cómodo resulta escribir una novela o un relato pues en estos los personajes son, o pueden ser, varios y se puede echar toda la cháchara del mundo, contrario al cuento que no admite elementos gratuitos sino lo justo, la esencia pura de una situación, el nock out de que hablaba Córtazar. Y para ser sincero, hay mucho de ello en el relato de Joaquín, sobre todo del nudo hacia el final, pero no me cuadran como cuento las explicaciones del comienzo…

Pero bueno, esto es lo de menos y es apenas una percepción muy personal en la cual me he apoyado, como siempre, -“dadme un punto de apoyo…y una coma y un interrogante”- para dejar correr por estas venas digitales y electrónicas lo más grande que tiene el ser humano: su capacidad de invención.

PS: Recomiendo agregar al diccionario de su procesador de texto, tal cual hago, la palabra simiestro-a, neologismo que sin rubor echemos para adelante con el sentido que nos proporciona nuestro bueno y querido autor Joaquín Mattos Omar.


Word Fiction

Mi amigo Carlos De La Hoz me hace llegar este relato en los siguientes términos:
"Comparto con ustedes este buen cuento, hasta ahora inédito, del poeta y prosista colombiano Joaquín Mattos Omar".


WORD FICTION

Por: Joaquín Mattos Omar

¿Puede haber alguien que piense que la palabra siniestra no es lo suficientemente siniestra y que, por tanto, algo le falta a su forma para que lo sea en toda su atroz plenitud?

Doy fe que así es. Aún no puedo decir quién es ese alguien, porque no me ha sido posible averiguarlo––ni sé si sea posible averiguarlo––, pero sí puedo contar lo que ese desconocido hizo en ese sentido.

Es bien sabido que el computador, o, para ser más exacto, una serie progresiva de programas informáticos de procesamiento de textos, ha reemplazado de tal modo la máquina de escribir que las últimas versiones de aquéllos han hecho de ésta un objeto absolutamente anticuado y romántico, un artefacto que no parece que haya sido del siglo XX sino de épocas premodernas…¡Así de grande es, en efecto, el abismo tecnológico que separa un invento del otro!

Yo, que empecé garrapateando mis cuartillas en máquina de escribir, ahora lo hago en un Macintosh de reciente generación, utilizando la aplicación Microsoft Word. Entre las múltiples ventajas que me ofrece esta aplicación, me importa señalar ahora la de esa función suya en virtud de la cual corrige automáticamente algunas palabras (algunas, no todas: primer misterio), cuando las mismas han sido escritas con una falta ortográfica o han sido erróneamente digitadas.

Una vez, por ejemplo, cuando al intentar escribir la palabra producto, cometí el desliz de digitar produtco, el programa hizo que, tras pulsar la barra espaciadora, el término se recompusiera por sí solo, como si hubiera cobrado vida propia, reorganizando el orden de sus letras hasta que adoptó el correspondiente a su morfología correcta: ‘producto’. Otro día me ocurrió con el pretérito simple del verbo seguir: equivocadamente digité segí, pero, tras presionar la barra espaciadora para escribir la siguiente palabra, Word enmendó mi errata, reemplazándola por la grafía exacta: seguí.

Hasta ahí, todo de maravilla. Pero he aquí que este buen corrector secreto empezó un mal día a jugarme también malas pasadas, como si su naturaleza hubiese sufrido un extraño cambio y se hubiera transformado en un moderno avatar del viejo diablillo del linotipo: una suerte de duendecillo travieso. Una mañana, mientras redactaba una nota sobre el tema de la lectura, quise citar a uno de los mayores historiadores en esta materia, el argentino Alberto Manguel, pero cuando escribí su apellido, así, en la forma debida en que lo acabo de hacer ahora, el corrector lo cambió, para mi sorpresa, por Manuel. “Alberto Manuel”, leí en la pantalla del monitor. Y pensé en voz alta: “¡Vaya que le gusta la tomadura de pelo a este duendecillo!”. Lo pensé porque me di cuenta de que Alberto Manuel era una caricaturización de Alberto Manguel, pues parecía más el nombre de un frívolo cantante de moda que de un severo investigador de un aspecto clave de la historia intelectual y lingüística de la sociedad occidental. Volví a escribir Manguel y el juguetón personaje lo transformó de nuevo en Manuel; de modo que tuve que recurrir a cierta estratagema para engañarlo ––la que ahora he olvidado–– y fue así como pude restituirle al autor de Una historia de la lectura su verdadero apellido.

En otra ocasión, me tomó del pelo con el nombre de otro escritor, Umberto Eco: estuvo insistiendo por un buen rato en que no era Umberto sino Humberto, al parecer parodiando la costumbre viciosa de los viejos diccionarios enciclopédicos españoles de castellanizar los nombres propios extranjeros: Guillermo Shakespeare, Juan Sebastián Bach, Arturo Schopenhauer, Enrique Heine, etc.

Otro día escribí oración y convirtió la palabra ––que yo estaba usando en su sentido gramatical––en una suerte de aumentativo grotesco de “Horacio”: Horación. Me pareció admirable, sin embargo, que con sólo anteponerle una letra, y además una letra muda, hubiera convertido el término que designa la unidad enunciativa fundamental en el nombre distorsionado (con aparente propósito de exaltación) de alguien que las escribía muy bien en la antigua Roma. No pude evitar sonreírme y desearle al duendecillo que se siguiera divirtiendo, aunque fuese a expensas mías:

––Carpe diem––le dije.

Pero si el asunto hubiera quedado allí, yo no me habría visto obligado a contar esta historia. Sin embargo, sucede que este nuevo hábito de Word de “rectificar” lo que era recto, o mejor dicho, de erratizar lo que estaba bien escrito ––lo cual asumí, según he expresado, como una inocente actitud bromista––, tuvo el martes 16 de mayo último––hoy hace exactamente 153 días––una manifestación que, lejos de resultarme simpática, me pareció escalofriante y me dejó sumido en una grave perplejidad.
Era ya casi medianoche. Un momento antes, y después de muchos años, había releído el cuento “El corazón revelador”, de Edgar Allan Poe. Me hallaba escribiendo en mi Mac una nota personal, privada, sobre dicho cuento, una simple nota de registro de lectura para mi exclusivo uso individual. Cuando escribí: “El narrador tiene una visión siniestra del anciano del ojo nublado”, el programa cambió la palabra siniestra por simiestra.

No pude evitarlo: se me heló el corazón. Comprendí de inmediato que esta vez no se había tratado de un simple capricho, de otra más de las pilatunas casuales e inocentes a que ya me estaba acostumbrando el activo duendecillo digital (al que empecé a considerar, a partir de allí, como avieso). No: era evidente que esta invisible criatura había actuado ahora con una razón premeditada y con un propósito bien definido, que yo, por supuesto, desconocía, aunque no tuve la menor duda de que, cualesquiera que fueran esa razón y ese propósito, tenían en todo caso un carácter perverso, terrible.

¿Simiestra? La palabra –-que extrañamente no figuraba en la pantalla del monitor con el subrayado rojo con que Word suele marcar las palabras de dudosa reputación––empezó a resonar por todos los rincones de mi mente no como si fuera la voz de un horrible fantasma sino como si fuera ella misma un horrible fantasma. Una palabra fantasma: sí, eso era. “¿Simiestra?”, me dije en voz alta. “¿Una combinación dimorfa de simiesco con siniestra?”.

Esa noche difícilmente pude conciliar el sueño, pues la espantosa palabra no se apartó un instante de mi mente, al tiempo que, esporádicamente, me producía unos (literalmente) inenarrables accesos de escalofrío.

Con el paso de los días siguientes, lo primero que advertí fue que con la forma simiestra, el adjetivo siniestra adquiría una corporeidad animal, aludía a una suerte de monstruo mitológico cuyo componente principal era la bestia que en la realidad conocemos como simio, y al que se adhería, pues, la horrible noción propia y original de siniestra.

Pronto empecé a percibir la presencia de ese monstruo en todas partes: en la realidad cotidiana (a veces me cruzaba con personas simiestras en la calle o veía sus retratos en los periódicos), en mis sueños y, como era de esperarse, en la literatura de ficción (incluida la que se supone que es científica): descubrí, por ejemplo, que Los crímenes de la calle Morgue y La evolución de las especies son acaso dos de los más grandes relatos simiestros de la historia moderna.

Con frecuencia, soñaba con ese monstruo, pero siempre olvidaba al despertar cómo era su apariencia física; salvo una vez que, en contraste con la exultante claridad del nuevo día que inundaba mi alcoba, el nítido pero sombrío recuerdo de cómo había visto a aquel engendro en mi reciente sueño invadía por completo mi pensamiento: un entrevero horroroso de simio y humano, localizado en lo más intrincado de la selva, sentado en posición de loto sobre una elevada mesa de disección, junto a un paraguas negro cuya empuñadura era una guadaña reluciente que estaba ensangrentada; un kepis le cubría la cabeza y un enorme mostacho negro le envenenaba toda la cara.

El recuerdo de aquel sueño me hostigó por semanas enteras. Me perturbó, alteró mis nervios: aquel sueño me quitó el sueño. Para poder volver a dormir, tuve que recurrir a una pastilla de Ativan de un miligramo tomada cada noche antes de acostarme. Después, aquella terrible imagen derivó en otras fragmentarias asociadas a ella: ya no veía al monstruo, pero veía la guadaña cercenando un brazo; veía a una bruja enjuta, demacrada, caminando bajo una lluvia lúgubre, resguardándose con el paraguas negro, a cuya empuñadura en forma de guadaña se aferraban sus dedos huesudos con un ademán tenso, violento y amenazante; veía el cadáver de una mujer embarazada tendido, decúbito supino, sobre la mesa de disección.

Semanas después, todas esas imágenes visuales fueron sustituidas por una única imagen auditiva: la de la palabra simiestra. Su solo sonido estremecedor era lo único que me horrorizaba día a día, noche tras noche. Fue terrible. Ha sido terrible. Últimamente, sin embargo, he mejorado bastante de esta especie de posesión diabólica. Simiestra es una voz que, para mi fortuna, se silencia cada vez más.
Pero eso no quiere decir que el horror haya terminado: todavía a veces, de manera inesperada (tal como ha sucedido ahora, justo antes de ponerme a escribir este relato), vuelvo a escuchar la horrible palabreja y, muy al fondo de ella, una especie de secuencia de graznidos estridentes que, según creo, es la risita burlona del avieso duendecillo digital.

Por eso, temeroso de que este último vuelva a aparecer, me apresuro ahora (clic, clic) a guardar y a cerrar este archivo.

Un comentario sin presunción

Acabo de leer sobre las cuestiones de que trata la nota Ejercicios de estilos, de Elsy Rosas Crespo, facebook, miércoles 12 de noviembre y, después de varias semanas sin ganas de escribir me dije “vamos a meterle el diente y pensemos algunas reflexiones”, las que seguidamente voy trasladando al código escrito.

Escribir con corrección es propio de quienes desconocen la fuerza que tiene la lengua por fuera del diccionario como libro. Como bien lo afirma la autora de la nota, evalúan lo correcto e incorrecto sin explicar el fenómeno que hace que en vez de "haya" alguien, de manera natural e inconsciente, diga "haiga", sin el menor sonrojo ante el seguro público intelectual que mínimo lo tilde de ignorante ante el “tremendo error” cometido. Infunden tanto terror estos académicos de la lengua que llevan a los hablantes a mantener el ya extraño "halar" en vez del natural y también válido "jalar".

Bueno, con respecto a los autores de estos libros que brindan recetas sobre las técnicas de escribir no es la mala fe que los empuja sino la ignorancia o la perspectiva de creer que escribir es meramente un asunto de reglas y que es posible explotar comercialmente el hecho con libros tan necesarios en una sociedad de poca tradición escrita.

Escribir en general es pensar. Creo poco en la inspiración como ese estado en que supuestamente algo o alguien nos lleva a escribir determinada obra, breve o extensa, de índole tal o cual. Escribir es pensar y lo que va escogiendo estas palabras que llenan la pantalla es la conciencia, el pensamiento, motivado en este caso por las reflexiones que me generan la nota en referencia y los aportes de sus otros lectores. Escribir como arte está por encima de las reglas gramaticales y por fuera de las escuelas. Y si bien, creo, no obedece a la inspiración, la escritura de los artistas de verdad se deriva de su necesidad consciente o inconsciente de salvarse mediante la literatura rompiendo éticas y reglas. Es posible que cualquiera de nosotros, en razón a la imaginación que el cerebro nos permite, se dé a la tarea de escribir un cuento y a las pocas horas tenerlo finalizado con la estructura propia de este género, pero ¿será un buen cuento? ¿Tendrá la sazón de los grandes cuentos escritos a fuerza de la inquietud que rondaba en una noche de insomnio a cualquiera de los grandes maestros que los produjeron? ¿Podrá el García Márquez de estos tiempos escribir una obra a la altura de El coronel no tiene quien le escriba, escrita con hambre, soledad y las esperanzas propias del escritor que empieza? A propósito de estilo, se dice que en sus últimas obras lo que GGM hizo fue plagiarse a sí mismo.

***
Aprender a través del juego, de lo lúdico que llaman ahora, es un tanto discutible en el sentido de mezclar las cosas. Creo que jugar es jugar y aprender es aprender, no queriendo decir que el aprendizaje no deba resultar divertido en vez de aburrido. Y es precisamente el juego lo que le hemos quitado al niño en nuestro afán de inmiscuirlo cuanto antes al sistema educativo. Es importante comprender que el juego y la cacareada motivación educativa es un factor que debe mirarse con más seriedad frente al proceso de enseñanza. Es común en algunos docentes hacer creer que porque refieren un par de chistes al inicio de su clase y los estudiantes estallan en risas y aplausos ya pueden asegurar el éxito de su aburrida e inútil sesión. No. La motivación debe estar ligada al aprendizaje mismo, de comienzo a fin, ya sea porque el tema en desarrollo se ha hecho significativo y su aprendizaje nos resultará valioso para la vida.

Bueno, no es más y, como siempre, enlazo estos comentarios con aquellos en que otros también arriesgan su pellejo a favor de la defensa de una convicción o de una simple coma mal puesta, tal el caso de la profesora de literatura Elsy Rosas Crespo, a quien este medio virtual y la voluntad de un buen amigo puso en mitad de mi camino.


Un tema para escribir

Quiero escribir. Necesito hacerlo para disminuir la ansiedad que me acompaña esta noche. Llevo días inestable y reviso aquí y allá buscando un motivo. De fondo me acompaña el programa de radio que he sintonizado en una emisora nacional. Iba a escribir "no hay tema esta noche", pero me acuerdo de lo que he aprendido: los temas están allí y pueden ser pocos, el asunto es que el escritor los pueda agarrar y volver significativos. Por momentos creí encontrar un motivo en la fotografía de una calle de la ciudad que publica una poetisa amiga, y a la cual –a la fotografía- se le puede agregar un comentario, pero no, a los pocos instantes borro lo que he escrito, me resulta artificial, forzado... Era como algo crítico sobre la calle, sobre lo que llaman el espacio público… Bueno, listo ya está borrado, no pude por ahí…

Me voy a otro lado de esta página social en internet y descubro con alegría que acabo de ser “notificado” en los siguientes términos: “Ernesto McCausland aceptó tú solicitud de amistad”. De inmediato ingreso a su perfil y observo rápidamente sus fotos, todas ellas relacionadas con su oficio de periodista y director de cine. Se ve que se divierte con lo que hace y la pasa bien, me digo. Lo incluyo en mis notas Volver a escribir, Cuentos que motivan sueños y Luis Páez Barraza para que le lleguen y quizás de vuelta reciba un comentario. (A propósito de estas páginas sociales también en ella aparece registrado nuestro Gabo, hecho que dudo pero allí le voy siguiendo la corriente y ya le he enviado varios mensajes).

Por segundos me concentro en el diálogo de los que participan en el programa de radio. Hablan de los “compartimientos estancos” y afirma, contundentemente, uno de los periodistas “al niño de ciudad el mundo se le reduce al parqueadero del edificio”. Son las dos y treinta, anuncian la hora y pegan una cuña: ”Los colombianos son como el café…” Retoman el tema: “Los muchachos ya no juegan con otros niños, ahora hay una interacción a través del mesenger…”. – opina uno. “Ya hay un juego, Juan, en internet en donde el jugador entra a una escuela a matar otros niños, que le parece Juan…? “… Bueno, lo que a mí me parece problemático es que ya el padre no quiere tener al niño en la casa” “... pero, Juan, no es que los padres no quieran, es que no tienen quién se lo cuide, por eso se alegran cuando lo mandan todo el día a la escuela…”

Aquí me detengo y a preguntarme, ¿Entonces, escribo de McCausland o del tema que desarrollan en el diálogo del programa de radio? Lo resuelvo dejando ambas posibilidades pendientes…

Lo tarde de la noche, o lo temprano de la mañana -3:00 a.m.- me hacen caer en la cuenta que debo intentar dormir un poco pues dentro de unas horas debo participar en una capacitación de índole académica en la universidad Autónoma del Caribe. Sí, debo dormir un poco, me decido.

¿Y el tema? Aún no lo encuentro y reconozco que este malogrado intento no es suficiente pero en algo me ha aliviado y por lo menos percibo que dejo en borrador la posibilidad de un buen texto.

“…Un buen ciudadano, que sepa gozar…” “Yo creo que falta creatividad, una semana de libertad como esta debe aprovecharse…” “ Juan, yo creo que es hora de conversar con los oyentes…”

Bien, hablemos del cuento (I)

En este nuevo recuerdo me apoyo en la imagen del profesor Edmundo Ramos Vives -¿Qué será de su vida?- ofreciéndome emocionado unas copias referidas al cuento de autoría de Juan Bosch. Corrían mis últimos años de estudio en la Universidad del Atlántico y me había destapado ya como escritor de cuentos y el muy estimado profesor Edmundo Ramos Vives semana tras semana me facilitaba textos exquisitos con los cuales creía –bien intencionadamente- ayudarme a orientar mi novel labor. Así leí en particular, y por fuera del orden académico de la carrera de lenguas modernas, textos de Julio Cortázar en cuyo autor el profesor Edmundo creía encontrar un buen referente útiles a mis propósitos.

Pero vuelvo por donde me inicié y por donde pretendo seguir: comentar y rescatar como material vigente el ensayo Apuntes sobre el arte de escribir cuentos, de Juan Bosch, especie de guía para el cuentista y de cuyo valor se dice comentó nuestro Nobel Gabriel García Márquez.

Leamos, entonces, este arriesgado resumen con la sana intención de volvernos al cuento:

El cuentista debe sentirse responsable de lo que escribe, como si fuera un maestro de emociones o de ideas.

Lo primero que debe aclarar una persona que se inclina a escribir cuentos es la intensidad de su vocación. Nadie que no tenga vocación de cuentista puede llegar a escribir buenos cuentos. Lo segundo se refiere al género. ¿Qué es un cuento? La respuesta ha resultado tan difícil que a menudo ha sido soslayada incluso por críticos excelentes, pero puede afirmarse que un cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia. La importancia del hecho es desde luego relativa, mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de los lectores. Si el suceso que forma el meollo del cuento carece de importancia, lo que se escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero no es un cuento.

Aprender a discernir dónde hay un tema para cuento es parte esencial de la técnica. Esa técnica es el oficio peculiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de creación: es la "tekné" de los griegos o, si se quiere, la parte de artesanado imprescindible en el bagaje del artista.

A menos que se trate de un caso excepcional, un buen escritor de cuentos tarda años en dominar la técnica del género, y la técnica se adquiere con la práctica más que con estudio. Pero nunca debe olvidarse que el género tiene una técnica y que ésta debe conocerse a fondo. Cuento quiere decir llevar cuenta de un hecho. La palabra proviene del latín computus, y es inútil tratar de rehuir el significado esencial que late en el origen de los vocablos. (…) Llevar cuenta es ir ceñido al hecho que se computa. El que no sabe llevar con palabras la cuenta de un suceso, no es cuentista.

De paso diremos que una vez adquirida la técnica, el cuentista puede escoger su propio camino, ser "hermético" o "figurativo" como se dice ahora, o lo que es lo mismo, subjetivo u objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo individual; expresarse como él crea que debe hacerlo. Pero no debe echarse en olvido que el género, reconocido como el más difícil en todos los idiomas, no tolera innovaciones sino de los autores que lo dominan en lo más esencial de su estructura.

El interés que despierta el cuento puede medirse por los juicios que les merece a críticos, cuentistas y aficionados. Se dice a menudo que el cuento es una novela en síntesis y que la novela requiere más aliento en el que la escribe. En realidad los dos géneros son dos cosas distintas; y es más difícil lograr un buen libro de cuentos que una novela buena. (…) La diferencia fundamental entre un género y el otro está en la dirección: la novela es extensa; el cuento es intenso.

El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia una novela no termina como el novelista lo había planeado, sino como los personajes de la obra lo determinan con sus hechos. En el cuento, la situación es diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. Él es el padre y el dictador de sus Criaturas; no puede dejarlas libres ni tolerarles rebeliones. Esa voluntad de predominio del cuentista sobre sus personajes es lo que se traduce en tensión por tanto en intensidad. La intensidad de un cuento no es producto obligado, como ha dicho alguien, de su corta extensión; es el fruto de la voluntad sostenida con que el cuentista trabaja su obra.

El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a estudiar la técnica del género, al grado que logre dominarla en la misma forma en que el pintor consciente domina la pincelada: la da, no tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como se piensa con frecuencia, el final sorprendente. Lo fundamental en ella es mantener vivo el interés del lector y por tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va produciéndose. El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay grandes cuentistas, como Antón Chejov que apenas lo usaron. " A la deriva”, de Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente impuesto a la fuerza destruye otras buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final natural como debe tener su principio.

No importa que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el estilo del autor sea deliberadamente claro u oscuro, directo o indirecto: el cuento debe comenzar interesando al lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en manos del cuentista y éste no debe soltarlo más. A partir del principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto de su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío. Una sola frase aun siendo de tres palabras, que no esté lógica y entrañablemente justificada por ese destino, manchará el cuento y le quitará esplendor y fuerza.

El cuento debe iniciarse con el protagonista en acción, física o psicológica, pero acción; el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del cuento, a fin de evitar que el lector se canse.

Saber comenzar un cuento es tan importante como saber terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera frase donde está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto: despertando de golpe el interés del lector.

Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la "tekné" del género.

Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los escribe en una biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un buen cuento por adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante, de la dedicación apasionada.

En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de semiinconsciencia. La acción se le impone; los personajes y sus circunstancias le arrastran; un torrente de palabras luminosas se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura, el cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica a fin de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que abruma su mundo interior.

La búsqueda y la selección del material es una parte importante de la técnica; de la búsqueda y de la selección saldrá el tema. Parece que estas dos palabras -búsqueda y selección- implican lo mismo: buscar es seleccionar. Pero no es así para el cuentista. Él buscará aquello que su alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de hombres del pueblo o de niños, asuntos de amor o de trabajo. (…) Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo la gente se acerca a novelistas y cuentistas para contarles cosas que le han sucedido, "temas para novelas y cuentos" que no interesan al escribir porque nada le dicen a su sensibilidad.

Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su propia realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es esto: El que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner al servicio de la sociedad. La única manera de cumplir con esa obligación es desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un cuento y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su vocación con seriedad, estudiará a conciencia, trabajará, se afanará por dominar el género, que es sin duda muy rebelde, pero dominable.

El profesor Juan Bosch nació en La Vega, República Dominicana, el 30 de junio de 1909 y murió en Santo Domingo el 1º. de noviembre de 2001.

Juan Bosch fue narrador, ensayista, educador, historiador, biógrafo, político, ex-presidente de la República Dominicana e inició su carrera literaria con un pequeño libro de cuentos, Camino Real. Su cuento “La mujer” ha sido seleccionado por casi la totalidad de las antologías de cuentos de Hispanoamérica). A quien le interese detallar puede consultar más a fondo sobre la vida y obra de este autor.

De nuestra parte cerramos, sin ánimo de persuadir a nadie sobre las verdades o falencias de las pistas propuestas, como tantas otras que hay. Sólo nos atrevemos a considerar, muy personalmente, que segundo va la técnica, primero la misma necesidad de escribir, principio inviolable sin el cual no es posible llegar a alguna parte.


Bien, hablemos del cuento (II)

Ya dije, recuerdo, que el profesor Edmundo Ramos Vives también me facilitaba como materiales de lectura libros de Julio Cortázar, los cuales leía con avidez y le regresaba juiciosamente para que me siguiera prestando. No sé, el profesor Edmundo se le había antojado que mis cuentos (los que él había leído hasta el momento) tenían cierta influencia de la fantasía del afamado autor, apreciación que no me causaba ninguna gracia pero que más bien me era indiferente pues apenas me iniciaba en la lectura profunda de algunos autores, por fuera de la visión académica.

La verdad es que le tomé cariño al argentino y me leí casi todos sus libros de cuentos, y aún ahora suelo releerlos con la misma emoción de la vez primera. Es, entonces, ahora el turno para apoyarme en Julio Cortázar para que hablemos del cuento, asunto que de inmediato paso a tratar antes de que me pierda en mis acostumbrados rodeos, consecuencia directa de trabajar con el pensamiento y querer contarlo todo al mismo tiempo, lo cual técnicamente no es posible.

Sin más, entonces, estos resumidos y conversados Aspectos del cuento, en la visión de Julio Cortázar:

1. Una apreciación muy personal

Es posible que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes las lean, me parece de una elemental honradez definir el tipo de narración que me interesa, señalando mi especial manera de entender el mundo.

2. ¿Es posible una clasificación?

Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de geografía bien cartografiadas. (…)

Tengo la certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.

3. El cuento en Latinoamérica

Entre nosotros, como es natural en las literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable; en segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquellos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.

En América, tanto en Cuba como en México o Chile o Argentina, una gran cantidad de cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí, descubriéndose a veces de manera casi póstuma. (…) Es un género que entre nosotros tiene una importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se harán las antologías definitivas -como las hacen los países anglosajones, por ejemplo- y se sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece inútil hablar del cuento en abstracto, como género literario…

4. Cuento versus novela

Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparara con la novela, género mucho más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación.

Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases.

5. Cuentista y fotógrafo

No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara.

El fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento.

6. Pero el buen cuentista…

El buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes.

7. ¿Cuándo un cuento es malo?

No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.

8. El tema

Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi conciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?

A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía conciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y hermosos? Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo

9. Significación

El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico.

Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chejov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces. Y, sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada.

Esa significación misteriosa no reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los que tratan los autores nombrados.

La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco más esa extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre papel, alimento para el olvido.

Hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga: "Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo regalo." A mí me han regalado en esa forma montones de temas, y siempre he contestado amablemente: "Muchas gracias", y jamás he escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras de una criada suya en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho más allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema insignificante, por más divertido o emocionante que pueda ser, y otro significativo?, he respondido que el escritor es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que precisamente por eso es un escritor.

10. Intensidad y tensión

La única forma en que puede conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en la manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de toda preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato demorado y caudaloso de Henry James -La lección del maestro, por ejemplo- se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor.

En mi país, y ahora en Cuba, he podido leer cuentos de los autores más variados: maduros o jóvenes, de la ciudad o del campo, entregados a la literatura por razones estéticas o por imperativos sociales del momento, comprometidos o no comprometidos. Pues bien, y aunque suene a perogrullada, tanto en la Argentina como aquí los buenos cuentos los están escribiendo quienes dominen el oficio en el sentido ya indicado. Un ejemplo argentino aclarará mejor esto. En nuestras provincias centrales y norteñas existe una larga tradición de cuentos orales, que los gauchos se transmiten de noche en torno al fogón, que los padres siguen contando a sus hijos, y que de golpe pasan por la pluma de un escritor regionalista y, en una abrumadora mayoría de casos, se convierten en pésimos cuentos. ¿Qué ha sucedido? Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen la experiencia, el sentido del humor y el fatalismo del hombre de campo; algunos incluso se elevan a la dimensión trágica o poética. Cuando uno los escucha de boca de un viejo criollo, entre mate y mate, siente como una anulación del tiempo, y piensa que también los aedos griegos contaban así las hazañas de Aquiles para maravilla de pastores y viajeros. Pero en ese momento, cuando debería surgir un Homero que hiciese una Iliada o una Odisea de esa suma de tradiciones orales, en mi país surge un señor para quien la cultura de las ciudades es un signo de decadencia, para quien los cuentistas que todos amamos son estetas que escribieron para el mero deleite de clases sociales liquidadas, y ese señor entiende en cambio que para escribir un cuento lo único que hace falta es poner por escrito un relato tradicional, conservando todo lo posible el tono hablado, los giros campesinos, las incorrecciones gramaticales, eso que llaman el color local. No sé si esa manera de escribir cuentos populares se cultiva en Cuba; ojalá que no...

11. Mi colección de cuentos

¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.

12. La creación

El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está esperando al lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa.

***

No ha sido difícil llenar este recuerdo con las apreciaciones de nuestro querido Julio Cortázar, texto escrito en esta ocasión con el humilde ánimo de ponerlo al servicio de los estudiantes-narradores jóvenes que quizás ya no cuenten en la UA con las emociones del profesor Edmundo Ramos Vives -¿Qué será de su vida?...


Bien, terminemos el cuento (III)

En esta ocurrencia de reiterar estos apuntes sobre el cuento había presupuestado reunir un conjunto de variadas apreciaciones, conforme el valor que doy a sus autores, pero en este punto me dije, basta de abusos con lo fácil y abandonemos ya este caprichoso y presuntuoso interés. Bueno, recordamos tantos de nuestra predilección pero sabemos que cada narrador se va encontrando en el camino con los autores que merece y, en consecuencia, inútil resulta recomendarlos, máxime cuando la técnica es posterior a la vocación.

No obstante, concluyo esta línea temática con Unas palabras sobre el cuento, breve pero contundente aporte de Augusto Monterroso que, ya tomemos en serio o en broma, nos hace sentir culpables por habernos gastado demasiadas ideas en tan retrajinado panorama.

Bien, leamos sin más consideraciones:

Si a uno le gustan las novelas, escribe novelas; si le gustan los cuentos, uno escribe cuentos. Como a mí me ocurre lo último, escribo cuentos. Pero no tantos: seis en nueve años, ocho en doce. Y así.

Los cuentos que uno escribe no pueden ser muchos. Existen tres, cuatro o cinco temas; algunos dicen que siete. Con ésos debe trabajarse.

Las páginas también tienen que ser sólo unas cuantas, porque pocas cosas hay tan fáciles de echar a perder como un cuento. Diez líneas de exceso y el cuento se empobrece; tantas de menos y el cuento se vuelve una anécdota y nada más odioso que las anécdotas demasiado visibles, escritas o conversadas.

La verdad es que nadie sabe cómo debe ser un cuento. El escritor que lo sabe es un mal cuentista, y al segundo cuento se le nota que sabe, y entonces todo suena falso y aburrido y fullero. Hay que ser muy sabio para no dejarse tentar por el saber y la seguridad.


Luis Paéz Barraza

En estos textos de entrenamiento a los que me dedico por estos días, no puedo dejar de pensar en lo que significa la tarea de escribir y las consecuencias de tal vocación. En mi caso he dicho algunas cosas a las cuales ya no quiero recurrir. Quiero partir de emociones actuales y con la alegría de estar escribiendo de nuevo, y con la inocencia de un niño, a los casi cuarenta y cinco años.

Sí en cambio quiero recordar personas, que de una u otra manera, motivaron mi inicial facultad de expresar por escrito lo que muchas veces la timidez me impedía decir por la boca. (En realidad y siendo sincero nadie me enseñó a escribir, en el sentido en que siento que escribir es sencillamente pensar). Pero existen en la vida de los hombres otros seres que ya para bien o ya para mal dejan huellas en uno y lo empujan al éxito o al fracaso, aquí este último entendido como lo superficial del no éxito, pues el fracaso entendido en otra dimensión merece su propio elogio.

Es la hora, y siempre pensé en qué momento sería, de acordarme y sentar por escrito –así fuere en una leve línea- aquella imagen que llevo del profesor de bachillerato Luis Páez Barraza. De él supe que también era escritor cuando por casualidad observé su nombre en la portada de un libro que se titulaba Esta sagrada rutina y el cuál adquirí de manera inmediata en aquella venta callejera de libros usados –leídos- ubicada en un andén casi enfrente del antiguo edificio Murcia de la ciudad de Barranquilla. De este libro, que aún conservo, no es mi interés referirme en el momento, ya que el pensamiento me lleva a saldar la deuda de dedicarle un agradecido comentario a este entrañable profesor.

Desde entonces lo miré diferente y comprendí ese aire de hombre triste que le notaba en su rara y pronunciada frente. Y en verdad supe que el profesor Luis Páez Barraza era un tipo diferente a los demás colegas de aquélla escuela pública en la que cursé mi bachillerato pues muy poco lo veía socializar en la sala de profesores o transitar a lo largo de los pasillos en la búsqueda de algún muchacho para endilgarle alguna falta. No, al profesor Luis Páez Barraza lo veíamos aparecer justo en el preciso momento en que nos correspondía su hora de español y de allí los más atrevidos del grupo lo apodaban “kilométrico”, por aquello de que nunca fallaba. A sus espaldas supongo, pues aunque era más bien un piropo, no creo que de todas maneras fuera el más apropiado o gustase al escritor que yo sabía que era. Quizás también fuera profesor universitario y por ello poco se le veía compartir en nuestra escuela.

Decía que él ni nadie me enseñaron a escribir, pero al igual que la maestra Eucaris, en un grado anterior, sí percibió en mí la vocación y de alguna manera la hizo pública en aquel curso de compañeros mal afamados. Sucedió que en unas de sus singulares clases nos solicitó a manera de actividad que redactáramos un pequeño párrafo con unas pautas que en verdad en esta madrugada no recuerdo. A mi turno de presentarlo, y no sé con qué valor, leí el párrafo cuya primera línea aún recuerdo con la misma nitidez de aquella tarde irrecuperable de estudiante feliz en aquella escuela pública del barrio Las Nieves de la ciudad de Barranquilla:

“Apareció en una noche fría…”

Y al profesor Luis Páez Barraza le bastó escuchar el pequeño párrafo para declarar ante todos los del grupo que el texto leído era diferente al de los demás, que era literario, por esto y aquello, que podía observar en mí cierta virtud de narrador. Esto, lo confieso con la debida humildad, no me hizo escritor pues sentía que interiormente ya lo era, pero me hizo grande de una manera que no puedo explicar y desde entonces seguí escribiendo con mayor interés y entre el profesor Luis Páez Barraza y yo se abrió un tipo de comunicación diferente, sin nunca llegar a ser amigos ni a compartir un espacio de los llamados literarios. Además, entre mis compañeros me gané tal reputación de escritor que uno que otro me comparaba con uno de los de verdad y que me apena mencionar.

He querido (he pensado digo, pues lo escrito hasta el momento en esta noche, ha sido fielmente orientado por las ideas que una tras una se empujan desde el cerebro, aunque reconozco que verdaderamente siento que me rozan el corazón) dedicar estas páginas a mi querido profesor. Esto que acabo de escribir me (pienso un rato…) lleva a reflexionar sobre razón y sentimiento. Sé, disculpen el tono académico, que lo expresado, dicho o escrito, es objeto de una rápida transformación y que por ello se dice que no escribimos o expresamos lo que en verdad pensamos. Por ejemplo digo en una sola oración “El niño que come dulces es mi hijo”, pero en realidad he pensado en dos ideas, una: “El niño come dulces”, otra: “El niño es mi hijo”. Este proceso es esencialmente neurocerebral, pero ¿y entonces de dónde viene ese extraño cosquilleo que se siente ante la nostalgia que produce cada palabra?

Bueno, debo terminar de alguna manera y me preguntó que más falta por decir y si el tema que atraviesa esta hoja virtual es sobre el hecho de escribir o se ha tornado en una rápida semblanza del profesor Luis Páez Barraza. Para establecerlo debo detenerme y combinar ctrl más inicio y releer lo ya producido. (Decido un rato).

Concluyo que ambas opciones requieren de mayor profundidad y menos apasionamiento y aunque es inocultable que el tema lo he desarrollado –pensado- alrededor de la imagen del profesor, considero que aún no lo he agotado lo suficiente, para decirlo de alguna manera, y que debo concertar una nueva cita con el recuerdo y así completar de una vez y para siempre esta deuda pendiente entre mi vocación de escribir y la presencia en este destino del profesor Luis Páez Barraza, a quien una que otra vez he visto caminar en alguna calle de esta ciudad y con el mismo aire de profunda melancolía con la que atravesaba el patio de aquella aún existente escuela pública en donde me inicié clandestinamente como escritor.


Cuentos que motivan sueños

La ficción nos permite cualquier tipo de conjeturas y el agradable placer de aventurarnos a la posibilidad de presumir sobre lo que nos pueda ocurrir en el futuro inmediato. Pero más allá de la fantasía, inferior a la misma realidad y de las virtudes variadas del cuento que nos brinda nuestro amigo Carlos De La Hoz en sus Notas de Facebook del 24 de septiembre, oriento esta nueva nota de entrenamiento hacia algunas consideraciones sobre los sueños.

Quizás sea válido considerar que son los sueños de los hombres los que originan las tragedias y felicidades del mundo. O los rumores, pues a partir de uno, la humanidad parece moverse sin considerar a veces la veracidad del supuesto hecho. Si alguien dice: "hace calor", todos van trasladando el mensaje y expresando a cuantos encuentran a su paso que hace calor. (Recordemos el cuento de Gabriel García Márquez sobre el rumor que logra que los habitantes abandonen el pueblo y se cumpla lo que no hubiese ocurrido si por lo menos uno no hubiese seguido la cuerda del otro).

Pero ya sabemos que los sueños tienen anclaje en la realidad y que son mecanismos para desahogar disfrazadamente lo que reprimimos en nuestra vida cotidiana. Tengo por ellos –los sueños- un particular respeto que intento no volver agüero, pues de niño me ocurrió que al levantarme una mañana cualquiera corrí a decirle a mi padre que había soñado que el canario se había escapado de la jaula en donde aunque prisionero cantaba feliz. ¿Y qué aconteció? Que el sueño ya estaba cumplido pues la jaula tenía su puertecita abierta y el ave ya daba trinos –ahora sí- de felicidad en un árbol cercano. Desde entonces los sueños me producen la sensación de que pueden suceder y aplico el antídoto popular de callar los buenos –para que ocurran- y contar los malos para que no. También desde entonces repudio ver los pájaros enjaulados ofreciendo sus cautivos cantos obligados.

Debemos entender que es posible que nuestra existencia sea el fruto de alguien que sueña y que a merced de ello está nuestro porvenir pues apenas el fulano despierte necesariamente también nosotros desapareceremos. Pero también cabe la posibilidad universal de que ese alguien sueñe en el sueño de otro y otro dentro de otro y así sucesivamente hasta el infinito, lo cual nos puede conducir a una visión interminable o cíclica del mundo pues mientras uno despierta –en esta secuencia- ya el anterior empieza a dormir y a soñar el sueño que nos mantiene despiertos.

/Una -¿innecesaria?- precisión académica: En realidad para referirnos el acto de soñar (en la dimensión en que lo estamos tratando) existe la palabra específica ensueño. El adjetivo correspondiente a ensueño-sueño es onírico. (del griego ónar, "ensueño").

El vocablo sueño (del latín somnum, raíz original que se conserva en los cultismos somnífero, somnoliento y sonámbulo) designa tanto el acto de dormir como el deseo de hacerlo (tener sueño). El sueño (en cuanto acto de dormir) es un estado de reposo uniforme de nuestro organismo, durante el cual bajan los niveles de actividad fisiológica y por poco quedamos muertos.

Por analogía el ensueño (que cumple a menudo fantasías del durmiente), se llama también sueño a cualquier anhelo o ilusión que moviliza a una persona./

De todas maneras me quedo con la palabra sueño, aunque técnicamente no corresponda.

Pero entonces volvamos a la idea central: El cuento La última noche del mundo, de Ray Bradbury, nos tensiona alrededor del sueño del personaje en el cual una voz irreconocible le había dicho que todo iba a detenerse en la Tierra y que todo iba a terminar. Igual soñaron los demás.

Imaginar que nuestra existencia termina “como un libro que se cierra”, no por una guerra de las posibles, no por contaminación masiva de las posibles, no por una colisión extraterrestre de las posibles… es prueba de nuestra fugaz condición humana y que sólo nos espera, en medio de esa atmósfera de tristeza y llanto contenido de la cual nos empapa el cuento, aguardar el instante presagiado al lado de nuestros seres queridos y dolidos por la inocencia de nuestros pequeños que duermen.

Instante que en realidad puede estar próximo o lejano, y por ende nos debe mantener en la eterna condición de actuar siempre a favor del bien de la Humanidad y recibir el despertar de quien por último nos sueña –para nosotros el fin- con la felicidad sin culpas de haber vivido lo justo y con la idea de que “no es la muerte sino el morir”, como –creo que lo repito- nos citaba nuestro amigo Tarcisio Agramonte las palabras del poeta Jorge Artel.

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