Cuando uno ve que el hombre se detiene en la esquina de Veinte de Julio con Paseo Bolívar, justo allí enfrente, y el resto transita a su lado indiferente a ese rostro de tragedia inmediata que lleva, es claro entender que nuestra bella ciudad, antes solidaria con la preocupación ajena, es ahora una masa distraída que deambula de un lado a otro, sospechosa de ella misma y sin uno saber qué pitos toca en las aceras a esta hora hábil en que cualquier ciudadano honrado labora ganándose "el pan con el sudor de su frente". Pero este no es el tema de este cuento y cualquier buen lector lo sabe, pues un buen relato se deja de tanta pendejada y elementos gratuitos e inicia con un tono más serio y trascendental, como propinarle un golpe seco a la mandíbula del amigo traicionero.
Pero bueno, no echemos todo por la borda y rescatemos un poco de esta artificial imagen. Pensemos en ese hombre, en su rostro de condenado y en las razones que tendrá para querer torcerle el cuello, quizás, a cualquiera de esos que le tropieza de lado a lado. Miremos el mundo desde su interior, conectémonos a sus últimos pensamientos, los que por segundos perviven pues cada uno de éstos va fugándose en millonésimas de segundos dándole paso a otro y a otro.
Siempre me ha gustado recorrer la ciudad, caminar por El Centro y entremezclarme en este mar de gentes, de ventas y de automóviles pisándonos los tobillos. Eso mismo que tanto molesta a nuestro Alcalde metropolitano pues habla de recuperar el espacio público como si se tratara de barrer la basura de cualquier evento de carnaval. Por eso estoy aquí a ver si el maldito me barre y deja la avenida limpia de lo que represento. Como borró del mapa a las putas mujeres del Parque San José y a los comerciantes pequeños de la Plaza San Nicolás. Eso mismo pienso mientras espero… Me gusta este desorden de kioskos, carretas y colores que llenan estas calles y le cubren el cemento que es lo que será quiere ver el sr. Alcalde…
Si fuera domingo el rumbo de este relato sería otro. Pero es lunes y eso lo hace más difícil. Qué puede hacer un lunes un tipo de actitud extraña en mitad de la gente que circula con aire de libertad pero sin un peso en los bolsillos. Tal vez ha salido porque le gusta recorrer la ciudad y encontrarse con tipos más raros que él. O está ahí, justamente ahí, por mera casualidad y todas estas conjeturas no pasan de ser tiempo perdido, intromisiones en lo que no nos importa. Bueno, pero cada quien al fin con su tema.
El problema de esperar es que al rato los demás lo notan y uno se vuelve sospechoso y cuando esto sucede no hay dónde meterse ni a dónde mirar. Lo peor sería que llegara una patrulla y empezara a solicitarme documentos, profesión y motivo de mi espera en este punto de la ciudad que ahora me arrepiento de haber elegido. Y es que esta cara tampoco me ayuda mucho pues en lugar de mimetizarse en la multitud lo que logra es sobresalir, agrandarse estúpidamente, dando derecho a quien pasa a observarla con el consabido disimulo de la gente hipócrita…
De todas maneras yo estoy acá y él allá y eso no es un artificio, digo la verdad aunque no me incumba. Es como decir “el ojo ve”, recordando a una vecina del barrio a quien le robo la expresión, aunque uso comillas que ya se sabe indican que lo dicho es de otro. Perdonen el tono didáctico pero como narrador me corresponde este tipo de licencias. Okei, una amiga un poco petulante dice “oka”, decidamos hacia dónde se mueve esta historia, si acaso lo es. La atmósfera es la típica de un lunes de ésos que llaman “de zapatero”. Nada más que agregar.
El sonido intempestivo de una motocicleta llama la atención pero la ráfaga que le sigue no deja a nadie para preguntar, unos al suelo, otros más veloces detrás de los puestos de ventas. En segundos lo que antes era una de las esquinas de mayor aglomeración en El Centro de esta ciudad ahora es un área vacía, sin miradas y hasta sin narrador, sólo este hombre, con rostro de tragedia, protagonista anónimo de esta nueva escena del crimen ya cotidiana en nuestra siempre amable ciudad.
La tecnología informática hoy nos abruma y por mucho que los más antiguos la hayamos eludido, finalmente nos rendimos a sus posibilidades. La necesidad de compartir estas opiniones -periodísticas, literarias o académicas- nos lleva a valernos de este espacio, lo mismo que constituirlo en cierta biblioteca a la cual puedo ir "subiendo" estas notas, fruto más del desorden afectivo que del orden mental, y cuya opción de escribirlas en impreso ya es remota pues lo mío es un teclado, una pantalla...
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