1/27/2010

Luis Paéz Barraza

En estos textos de entrenamiento a los que me dedico por estos días, no puedo dejar de pensar en lo que significa la tarea de escribir y las consecuencias de tal vocación. En mi caso he dicho algunas cosas a las cuales ya no quiero recurrir. Quiero partir de emociones actuales y con la alegría de estar escribiendo de nuevo, y con la inocencia de un niño, a los casi cuarenta y cinco años.

Sí en cambio quiero recordar personas, que de una u otra manera, motivaron mi inicial facultad de expresar por escrito lo que muchas veces la timidez me impedía decir por la boca. (En realidad y siendo sincero nadie me enseñó a escribir, en el sentido en que siento que escribir es sencillamente pensar). Pero existen en la vida de los hombres otros seres que ya para bien o ya para mal dejan huellas en uno y lo empujan al éxito o al fracaso, aquí este último entendido como lo superficial del no éxito, pues el fracaso entendido en otra dimensión merece su propio elogio.

Es la hora, y siempre pensé en qué momento sería, de acordarme y sentar por escrito –así fuere en una leve línea- aquella imagen que llevo del profesor de bachillerato Luis Páez Barraza. De él supe que también era escritor cuando por casualidad observé su nombre en la portada de un libro que se titulaba Esta sagrada rutina y el cuál adquirí de manera inmediata en aquella venta callejera de libros usados –leídos- ubicada en un andén casi enfrente del antiguo edificio Murcia de la ciudad de Barranquilla. De este libro, que aún conservo, no es mi interés referirme en el momento, ya que el pensamiento me lleva a saldar la deuda de dedicarle un agradecido comentario a este entrañable profesor.

Desde entonces lo miré diferente y comprendí ese aire de hombre triste que le notaba en su rara y pronunciada frente. Y en verdad supe que el profesor Luis Páez Barraza era un tipo diferente a los demás colegas de aquélla escuela pública en la que cursé mi bachillerato pues muy poco lo veía socializar en la sala de profesores o transitar a lo largo de los pasillos en la búsqueda de algún muchacho para endilgarle alguna falta. No, al profesor Luis Páez Barraza lo veíamos aparecer justo en el preciso momento en que nos correspondía su hora de español y de allí los más atrevidos del grupo lo apodaban “kilométrico”, por aquello de que nunca fallaba. A sus espaldas supongo, pues aunque era más bien un piropo, no creo que de todas maneras fuera el más apropiado o gustase al escritor que yo sabía que era. Quizás también fuera profesor universitario y por ello poco se le veía compartir en nuestra escuela.

Decía que él ni nadie me enseñaron a escribir, pero al igual que la maestra Eucaris, en un grado anterior, sí percibió en mí la vocación y de alguna manera la hizo pública en aquel curso de compañeros mal afamados. Sucedió que en unas de sus singulares clases nos solicitó a manera de actividad que redactáramos un pequeño párrafo con unas pautas que en verdad en esta madrugada no recuerdo. A mi turno de presentarlo, y no sé con qué valor, leí el párrafo cuya primera línea aún recuerdo con la misma nitidez de aquella tarde irrecuperable de estudiante feliz en aquella escuela pública del barrio Las Nieves de la ciudad de Barranquilla:

“Apareció en una noche fría…”

Y al profesor Luis Páez Barraza le bastó escuchar el pequeño párrafo para declarar ante todos los del grupo que el texto leído era diferente al de los demás, que era literario, por esto y aquello, que podía observar en mí cierta virtud de narrador. Esto, lo confieso con la debida humildad, no me hizo escritor pues sentía que interiormente ya lo era, pero me hizo grande de una manera que no puedo explicar y desde entonces seguí escribiendo con mayor interés y entre el profesor Luis Páez Barraza y yo se abrió un tipo de comunicación diferente, sin nunca llegar a ser amigos ni a compartir un espacio de los llamados literarios. Además, entre mis compañeros me gané tal reputación de escritor que uno que otro me comparaba con uno de los de verdad y que me apena mencionar.

He querido (he pensado digo, pues lo escrito hasta el momento en esta noche, ha sido fielmente orientado por las ideas que una tras una se empujan desde el cerebro, aunque reconozco que verdaderamente siento que me rozan el corazón) dedicar estas páginas a mi querido profesor. Esto que acabo de escribir me (pienso un rato…) lleva a reflexionar sobre razón y sentimiento. Sé, disculpen el tono académico, que lo expresado, dicho o escrito, es objeto de una rápida transformación y que por ello se dice que no escribimos o expresamos lo que en verdad pensamos. Por ejemplo digo en una sola oración “El niño que come dulces es mi hijo”, pero en realidad he pensado en dos ideas, una: “El niño come dulces”, otra: “El niño es mi hijo”. Este proceso es esencialmente neurocerebral, pero ¿y entonces de dónde viene ese extraño cosquilleo que se siente ante la nostalgia que produce cada palabra?

Bueno, debo terminar de alguna manera y me preguntó que más falta por decir y si el tema que atraviesa esta hoja virtual es sobre el hecho de escribir o se ha tornado en una rápida semblanza del profesor Luis Páez Barraza. Para establecerlo debo detenerme y combinar ctrl más inicio y releer lo ya producido. (Decido un rato).

Concluyo que ambas opciones requieren de mayor profundidad y menos apasionamiento y aunque es inocultable que el tema lo he desarrollado –pensado- alrededor de la imagen del profesor, considero que aún no lo he agotado lo suficiente, para decirlo de alguna manera, y que debo concertar una nueva cita con el recuerdo y así completar de una vez y para siempre esta deuda pendiente entre mi vocación de escribir y la presencia en este destino del profesor Luis Páez Barraza, a quien una que otra vez he visto caminar en alguna calle de esta ciudad y con el mismo aire de profunda melancolía con la que atravesaba el patio de aquella aún existente escuela pública en donde me inicié clandestinamente como escritor.

1 comentario:

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