2/14/2010

Bienvenida tu ausencia


Como si la ausencia fuera
remedio para olvidar...”
R.E.

El hombre apuntó y esperó que la manchita negra se quedara inmóvil y confiada; entonces dejó caer el golpe suave y mortal y la aplastó encima de la mesa. Desde el otro extremo lo miré. Esperaba que levantara la cabeza hacia donde yo me encontraba para sonreírle. Pero el hombre no miró. Lo había estado observando desde hacía rato, siguiéndole cada golpe, contándole cada víctima: treinta y seis en el transcurso de las cuatro cervezas que me había bebido. El hombre cogió por las alas el cuerpecito sangrante y lo echó en una cajita portacomida. Enseguida pasó un trapo húmedo por la mesa y volvió a esperar estático con el matamoscas sostenido en el aire. Para nadie en el puerto era desconocido el destino final de las moscas. Pensé que el hombre cazador-de-moscas no era más que un estúpido y lo mandé a los mil diablos.

En definitiva, me desentendí del hombre-cazador-de-moscas y deslicé la vista hasta el mar verde blancuzco que se detenía casi en las mismas espaldas del hombre. Por primera desde que salí del hotel pensé en Angélica. Me la inventé lejana, mirando desde una ventana hacia una calle despoblada y polvorienta. A esa hora el puerto era una hilera de cosas irreales, transfiguradas y temblorosas bajo el disco anaranjado de la tarde. Sentí que diciembre era un cuchillo interminable y filoso abriéndome las entrañas. Me di valor, pero no pude evitar las ganas de llorar. Un suspiro de nostalgia se me escapó desde lo más hondo. Busqué la playa desierta. Vi una bandada de gaviotas jóvenes y sin brújula aprendiendo a volar. En todo el horizonte era domingo y el mar se iba quedando vacío, sin el ruido de los turistas que comenzaban a recoger sus cosas y a marcharse con sus pieles cancerosas rumbo a las calles huérfanas de Barranquilla.

A pesar de las ganas no pude llorar. Necesitaba llorar, pero mi autocensura era mayor que mi sensibilidad. Noté que desde el fondo de la cantina el muchacho observaba al hombre cazador-de-moscas. Le hice señas pidiéndole otra cerveza. Más notorio que el mismo muchacho, como un cliente ebrio, un traganíquel voluminoso dejaba escapar sin prisa la letra de una canción que parecía inspirarse en mí. La música es más humana que la literatura, me dije.

Angélica volvió a pasarme por los ojos con su trajecito de flores pálidas, los pasos cortos, el cuerpecito frágil y liviano como queriendo elevarse por encima de la raya del horizonte. De repente, Angélica se nubló. La sombra sin contornos del hombre con su cajita de cartón se acercaba a embestirme. Intenté disimular la vista en otra parte, esperando que la sombra me ignorara. Pero ya el hombre estaba allí rompiendo el aire de un manotazo circular y diciendo:

-Diciembre es un mes hermoso, señor...

Quise que la voz infantil, casi sin erres, pasara de largo y se extraviara detrás del mostrador, pero el silencio inoportuno del traganíquel me la empujó en los oídos. Tuve que responder: “Así parece”, mientras fabricaba una sonrisa. Entonces el hombre, la cara desconcertada, enjarrados los brazos, se puso detrás de mí, observando un punto imaginario en el mar. Después volvió a repararme y ya convencido de que yo no agregaría nada más preguntó, casi afirmando:

-¿Usted es el mismo de la otra vez?

-No... ¡No!... -Respondí contrariado.

-¡Ah sí! Usted es, lo recuerdo muy bien. ¡Sí señor! -Dijo el hombre al mismo tiempo que pareció acordarse de algún asunto importante y se marchó de prisa en busca del muchacho del mostrador.

Por mi parte, conservé el rostro calmado. Una vez más me habían reconocido. Me sentí desnudo y pensé que ya en todo el puerto se hablaba de mi presencia. Ahora me parecía descifrar una extraña intención en la mujer del hotel y en la amabilidad -¿lástima?- de la gente de la plaza. Se me antojó creer que el asunto tomaba cierto brillo, cierto olor a la tristeza que llevaba por dentro y que nadie me quitaría. Presentí que tampoco este diciembre sería tan trágico como había planeado. No habría muerte. Yo continuaría así de por vida. ¿Para qué un sacrificio que todos esperaban? Los sobres de veneno en el bolsillo y el revolver en la maleta ya no tenían ninguna importancia. Años y años perfeccionando la idea del sacrificio y de un instante a otro comprendía que era absurda, inútil. Ciertamente, yo era un escritor y tenía más derecho que nadie a pensar en el suicidio, pero ¿acaso un escritor no debe soportar todas las penalidades que la existencia le ofrece? ¿Por qué no vivir hasta los últimos días de mi existencia compartiendo la presencia-ausencia de Angélica, permitiendo que año tras año ella reviviese en este puerto donde la amé? ¿Acaso yo mismo no la había alejado de mí? Quizás algún día -¡Algún día!- yo tendría suficientes fuerzas para sacudirme de este pasado desteñido que aún empeñaba en alimentar. Este pasado por el cual habría estado al borde de las peores tinieblas.

El chapoteo de las olas me trajo a la realidad exterior. Dejé de pensar. Me aparté del mar y busqué la sombra rechoncha que ya se había escurrido por una puerta oculta a un costado del traganíquel. Acudí al muchacho.

-¿Sí? -Contestó a mi llamado.

-¿Cómo te llamas?

-Juan.

-¿Eres nuevo por aquí?

-Sí, dejé la escuela a mitad de año y ahora trabajo con Joseph Wang.

-¿Con quién?

-Con el dueño, así se llama. Es mejor que estar con mi papá. Joseph no me obliga a estudiar y aquí nado cuando quiera.

-¿Y tu mamá?

-No sé, mi papá dice que se fue... Eso me dijo cuando le pregunté.

-¡Así son las mujeres! Se van sin avisar.

El muchacho se entristeció, suspiró y dijo:

-No me importa.

-¡Qué vamos a hacer, hombre! -Lo consolé y desvié la conversación. -Dile a Joseph que quiero hablar con él.

-¿Con Joseph? Ahora no -contestó el muchacho. Alzó los hombros como disculpándose-. Cuando entra a la cocina no lo saca nadie. ¡Le gustan tanto las moscas!

Pensé en la cajita portacomida y me empiné el último trago de cerveza tibia y amarga. Busqué la sonrisa complaciente de Angélica que parecía mirarme desde más allá de mi memoria. “Lo recuerdo muy bien”, martillé las palabras. Todos me habían reconocido. Ya no era un inadvertido turista de diciembre. Era el hombre que todos habían estado esperando para decirle precisamente que lo recordaban muy bien. Era el hombre que había venido a reunir cada uno de los recuerdos de Angélica, la mujer que había inventado en alguna época de mi vida para llevar una existencia normal, común y corriente; la mujer por la cual hubiese abandonado las calles de Barranquilla para internarme en la más remota de las aldeas. Pero al final los dos temimos a la misma vida común y proseguimos nuestros rumbos distintos. Después de todo, como le dije alguna vez, la persona que uno cree amar es apenas una lejana aproximación de la persona que en realidad va amarse. La partida de Angélica aumentó mi desconfianza en la vida, pero así mismo dejó en claro que mi destino era la literatura, no otra forma de felicidad inferior. “Bienvenida tu ausencia”, me consoló una voz que era la mía y al mismo tiempo no lo era. La soledad no está fuera del hombre, está en el hombre, reflexioné.

Esto me pertenece, comprendí. El hombre-cazador-de-moscas, la música que correspondía tanto a mí, la mujer amable del hotel, los buses largos y amarillos de la plaza. El puerto no podría ser mi tumba como lo había prometido, aunque de cierto modo sí lo era. Sería un refugio poblado de angustias y recuerdos; de invenciones y sueños frente al mar. Quizás todo esto eran extrañas formas de esa felicidad que me había rozado por breves instantes y que había seguido de largo, abandonándome en una ciudad de la que nunca podría salir. Dejé los sobres en la mesa.

Ahora me resignaba. Yo era un escritor y eso justificaba todo.

A lo lejos la raya del horizonte y el disco anaranjado y vencido estaban a punto de besarse y fundirse en una sola cosa. “Diciembre apenas comienza, habrá mucho tiempo para pensar”, me dije, consolándome ante la tarde ya irreversiblemente gris. Le hice señas al muchacho que ya recogía los bancos y las mesas.

-¿Cuánto te debo?

-Tres mil seiscientos -contestó el muchacho sin mirar las botellas vacías, como si hubiese ansiado la pregunta desde hacía siglos.

-Guárdate el cambio. Dile a Joseph que mañana regresaré.

-¿Y los sobres? -Preguntó el muchacho apuntando a la mesa.

-Es veneno de rata. Te los dejo.

-Aquí sólo hay moscas, señor...

-Guárdalos, de algo te servirán.

Me alejé, dejándole las gracias al muchacho en el aire. Sentí en mi espalda la mirada del muchacho y del hombre-cazador-de-moscas. Cuando me volví ya los dos, entrelazados los cuerpos, silenciosos, indiferentes a mí, se hundían en las primeras sombras de la cantina.

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